El multipremiado film, "El curioso caso de Benjamin Button" es una pelicula basada en la incertidumbre y en lo quizás poco explicado. He aquí la analogía con el concepto de inconstitucionalidad del juicio abreviado planteado por el Dr. Magariños. Muy pocas personas estan a favor de dichas fundamentaciones porque quizás simplemte las desconocen en profundidad. A partir del fallo que expondré a continuación podremos analizar el porque de sus ideas firmes, y argumentaremos como este instituto conlleva una violación a la garantía del juicio previo. Este voto es el más importante dentro de todos los fallos de Magariños en esta materia junto con la publicación "El juicio Previo de la Constitución Nacional y el Juicio Abreviado" (Ley 24.825), hecha en "Cuadernos de Dóctrina y Jurisprudencia Penal" .
Fallo del Tribunal Oral en lo Criminal N°23, del 23 de diciembre de 1997, Causa 451 seguida contra Apolino Sosa Osorio".
"Que la decisión que corresponde adoptar en relación con la solicitud formulada de modo conjunto por la representante del ministerio público y el imputado y su defensor, en el escrito obrante a fs. 417/8, exige efectuar algunas consideraciones respecto del procedimiento incorporado en el art. 431 bis del Código Procesal Penal de la Nación, mediante la ley 24.825, pues es sobre la base de lo allí regulado que las partes han realizado la solicitud referida.
La importancia de los valores que se han puesto en juego a través de la consagración del mecanismo contemplado en la citada ley 24.825, torna ineludible desarrollar un minucioso examen del alcance y las implicancias del procedimiento que se ha creado para imponer una condena penal a un habitante de la Nación.
Ese nuevo procedimiento incorporado al código de forma, que ha sido denominado por el legislador "juicio abreviado", consiste básicamente en la presentación ante el tribunal de juicio de un acuerdo suscripto por el representante del ministerio público y el acusado acerca de la existencia del hecho, la participación en él del imputado y la calificación jurídica que corresponde otorgarle a la conducta de que se trate. A su vez, se requiere que el ministerio público formule, al efectuar su solicitud de aplicación del procedimiento abreviado, un expreso pedido de pena -que puede alcanzar hasta los seis años de prisión-.
Si el tribunal de juicio no rechaza el acuerdo -argumentando la necesidad de un mejor conocimiento de los hechos o su discrepancia con la calificación jurídica admitida- debe dictar sentencia condenatoria sobre la base de las pruebas recibidas en la etapa de instrucción y de la admisión de responsabilidad efectuada por el imputado. El tribunal no puede imponer una pena mayor o más grave que la pedida por el ministerio público.
Como puede advertirse, el procedimiento descripto guarda similitudes con los instrumentos de negociación propios del derecho anglosajón, más precisamente con una de las modalidades del "plea bargaining" de los Estados Unidos.
En efecto, "Existen dos tipos de plea bargaining. En el primer caso, el imputado admite su responsabilidad a cambio de que el fiscal formule una recomendación al juez sobre la imposición de una pena leve o mínima por el hecho supuestamente cometido -o no imponga penas a cumplir consecutivamente en el caso de consurso real-; este tipo de acuerdos se denomina sentence bargain. En el segundo caso, el fiscal acusa por un hecho distinto, más leve que aquel supuestamente cometido -o imputa menor cantidad de hechos que los supuestamente cometidos, cuando se trata de la sospecha de un concurso real-...La concesión del imputado, en cambio, es siempre la misma: la admisión de su culpabilidad" (conf. Alberto Bovino, "La persecución penal pública en el derecho anglosajón", en "Pena y Estado", AA.VV, Ed. del Puerto, Buenos Aires, 1997, n 2, pág. 67; destacado en el original).
La segunda modalidad de negociación entre imputado y fiscal se denomina "charge bargain" y en ocasiones se combina con la primera, dando lugar a una tercera modalidad "mixta" (conf. Silvia Barona Vilar, "La conformidad en el proceso penal", ed. Tirant lo Blanch, Valencia, 1994, pág. 64).
El procedimiento incorporado al Código Procesal Penal de la Nación por la ley 24.825 presenta las características básicas del "sentence bargain", toda vez que la renuncia a un juicio sobre la culpabilidad que efectúa el imputado tiene como correlato una negociación del monto o la gravedad de la pena a imponer, a partir de la que se pueda estimar que se determinaría en caso de recaer una condena dictada luego de la realización de un juicio oral, público, contradictorio y continuo.
Ahora bien, diversos son los análisis que se han llevado a cabo tanto respecto del "plea bargaining" como de otros sistemas basados en la negociación entre los órganos encargados de la persecución penal y el acusado (una amplia reseña de los distintos sistemas puede verse en Ariel H. Villar, "El juicio abreviado", ed. Némesis, Buenos Aires, 1997 y en Kai Ambos, "Procedimientos abreviados en el proceso alemán y en los proyectos de reforma sudamericanos", trad. a cargo de Ernst Witthaus, "Cuadernos de doctrina y jurisprudencia penal", ed. Ad-hoc, Buenos Aires, 1997, n 4-5, pág. 275), y todos esos estudios han hecho objeto de muy severas críticas a este tipo de sistemas, cuestionando distintos aspectos que se presentan en esa clase de procedimientos.
En virtud de la intensidad de los planteos formulados a aquella clase de mecanismos de negociación en el ámbito del derecho penal, es conveniente efectuar una reseña de ellos.
Así, se ha cuestionado la incompatibilidad de los acuerdos procesales con los fines del derecho penal.
En tal sentido Bernd Schünemann, luego de destacar que con los acuerdos entre fiscal e imputado "no se garantiza el consenso, sino sólo un compromiso, al cual la parte más débil debe adherirse, por necesidad, al punto de vista de la parte más fuerte", afirma que "en tales casos ya no es posible hablar de una individualización seria de la pena", pues ésta resulta "un producto de las capitulaciones procesales del acusado", ni de justicia en el caso particular, lo que "queda per definitionen en el camino" (")Crisis del procedimiento penal?", en "Jornadas sobre la Reforma del Derecho Penal en Alemania", trad. a cargo de Silvina Bacigalupo, n 8, 1991, publicado por el Consejo General del Poder Judicial de España, págs. 56/7; el destacado, con cursiva en el original).
El citado autor critica la individualización de la sanción punitiva a la que se arriba merced a los acuerdos procesales, afirmando que en verdad "la culpabilidad por el hecho, decisiva para la determinación de la pena, sólo puede modificarse dentro de límites muy modestos a través de los sucesos posteriores a la realización de la acción, pués éstos sólo pueden tener una significación indiciaria" (op. cit., pág. 57; el subrayado se agrega).
Expresa también que "Aún cuando se tomara distancia de la pena basada en la culpabilidad y se quisiera otorgar primacía en la individualización de la misma a la idea de prevención, tampoco se llegaría a buen fin por medio de los acuerdos procesales. Desde el punto de vista de la prevención especial la atenuación convenida de la pena no resultaría adecuada, pues el condenado no tomaría en serio la sentencia producto del acuerdo, pues se sentiría únicamente como la parte más débil del negocio transaccional. El arrepentimiento y la comprensión de la propia culpabilidad como motores de la auto-resocialización no pueden fundar la atenuación de la pena en cuanto provienen de un acuerdo que, si no indica lo contrario, inclusive puede contradecirlo" (idem; el subrayado se agrega).
Agrega Schünemann que "tampoco la individualización de la pena basada en la prevención general podría conducir a otros resultados ni siquiera reduciéndola a su concepción más moderna, la llamada prevención general integradora, es decir, la que persigue el fin fundamental de la pena en la reparación simbólica del orden jurídico mediante la sanción a lesiones insoportables de bienes jurídicos". En efecto, "el sometimiento a una norma, y a la sentencia que en ella se fundamenta, sólo dará lugar a un efecto reafirmador de la norma, que podría justificar una atenuación de la pena, cuando dicho sometimiento tiene lugar en forma incondicionada. Por el contrario, el sometimiento que es consecuencia de una negociación sólo certifica la fuerza de la coacción estatal, pero poco dice sobre la inquebrantabilidad del Derecho, razón por la cual no puede legitimar una atenuación de la pena. Por último, la crítica más seria contra los premios penales motivados en la prevención general y, que reconocen su fundamento en acuerdos procesales, surge de la siguiente reflexión: la prevención general integradora se tiene que mover, de todos modos, en el ámbito de la prevención general intimidante, dado que de lo contrario no se estaría sancionando el hecho punible del autor, sino su comportamiento procesal. La individualización de la pena como último nivel de la imposición de la norma debe poner al autor hipotéticamente en el momento anterior a la comisión del hecho y ello demuestra con evidencia que la amenaza de una pena esencialmente atenuada para el caso de estar dispuesto a confesar para reducir la duración del proceso penal, sepulta tanto la seriedad de la norma como el respeto del pueblo frente a tales prácticas" (Idem).
También se han formulado críticas a estos mecanismos de negociación entre partes pues se señala que importan el regreso a prácticas inquisitivas que no sólo desnaturalizan y desvirtúan el modelo de juzgamiento que surgió y se impuso en los dos últimos siglos, precisamente como respuesta a tales prácticas inquisitivas, sino que, además, permiten cuestionar la legitimidad de los "acuerdos" sobre la base de los cuales se arriba al dictado de sentencias condenatorias.
En efecto, "Como lo enseña la psicología del juego de la negociación, el más poderoso, concretamente, es quien impone sus fines, pero por su posición de poder más fuerte y no por su mejor posición jurídica. Por tanto, los acuerdos transforman al proceso penal, concebido hasta ahora como un conflicto de valores decidido por el Juez como un tercero imparcial, en una regulación de conflictos regidos por criterios de poder y no por criterios jurídicos, lo que conduce en la mayoría de los procesos al triunfo de las autoridades judiciales..." (conf. B. Schünemann, op. cit., pág. 55).
Lo cierto es que, en el procedimiento utilizado en los Estados Unidos, no sólo los fiscales y los jueces intentan llegar a un "guilty plea", sino que incluso los propios defensores presionan a "los imputados que no cuentan con recursos económicos...para evitar el esfuerzo que representa la preparación del caso cuando éste es sometido a la decisión del jurado" (conf. A. Bovino, op. cit., pág. 68), lo cual deriva en "una evidente discriminación en perjuicio de cuantos, por su situación económica, son obligados a renunciar, no sólo como entre nosotros, a una defensa adecuada, sino incluso a un justo proceso, como si se tratara de un lujo inaccesible" (conf. L. Ferrajoli, op. cit., pág. 569).
Como resultado de todo ello, el 91 % de las condenas dictadas por tribunales estatales se imponen a través del procedimiento del "plea bargaining", es decir, sin la realización de un juicio (conf. "Felony sentences in state courts: 1988", 1990, p.1; citado por J. H. Langbein, "Sobre el mito...", cit., pág. 47), cifra que en algunos estados alcanza al 99 % de las condenas (conf. Nils Christie, "La industria del control del delito", ed. del Puerto, Buenos Aires, 1993, pág. 142).
De este modo, el "plea bargainig" constituye la verdadera instancia ordinaria del sistema procesal de los Estados Unidos, en tanto que la realización de juicios por jurados ha quedado reservado a casos excepcionales.
Por ello, se afirma que en el ámbito de ese país el juicio por jurados, lejos de tener relevancia como mecanismo de resolución de casos penales, cumple, sin embargo, otras dos funciones; por un lado, "un importantísimo papel simbólico en el imaginario social: él es la etapa más visible, publicitada y expuesta del procedimiento penal", contrastando con la mucho más extendida práctica del "plea bargaining", cuya publicidad es casi nula. Por otro lado, "el juicio desempeña un papel regulador de la actividad negociadora de las partes, pues sus reglas y exigencias determinan el poder que cada parte tendrá en la negociación. Cuanto mayor sea el esfuerzo que el fiscal debe realizar para obtener una condena en juicio, menor será su fuerza negociadora para obtener un guilty plea del imputado (su oferta deberá ser más tentadora). Lo mismo sucede con las probabilidades de que el fiscal obtenga una condena con la prueba que podrá introducir válidamente en el juicio (a mayor probabilidad, mayor poder negociador)...Las reglas que organizan el juicio -especialmente aquellas referidas a la producción de las pruebas-, operan, antes que como instrumentos realizadores del debido proceso, como determinantes de la práctica concreta del plea bargaining y de la capacidad del fiscal para obtener condenas" (conf. A. Bovino, cit., págs. 70/1; destacado en el original).
La ausencia de publicidad del procedimiento utilizado en la inmensa mayoría de las causas criminales en Estados Unidos, "impide que la ciudadanía conozca las circunstancias del delito y su castigo", frustrando de este modo un "importante interés cívico" (conf. J. H. Langbein, "Sobre el mito...", cit., págs. 50/1).
Los rasgos inquisitivos que exhiben los "procedimientos abreviados" y la práctica coercitiva que los órganos públicos ejercen sobre los acusados, han llevado a Ferrajoli a advertir acerca de que la idea tan extendida de que los pactos entre fiscal e imputado "son un resultado lógico dely del , es totalmente ideológica y mistificadora". Agrega que "una tesis como ésta, reforzada por el recurso a la experiencia del proceso acusatorio americano y especialmente del plea bargaining, es fruto de una confusión entre el modelo teórico acusatorio -que consiste únicamente en la separación entre juez y acusación, en la igualdad entre acusación y defensa, en la oralidad y publicidad del juicio- y las características concretas del proceso acusatorio estadounidense, algunas de las cuales, como la discrecionalidad de la acción penal y el pacto, no tiene relación alguna con el modelo teórico. La confusión, injustificable en el plano teórico, es explicable en el histórico: discrecionalidad de la acción penal y acuerdos son, de hecho, los restos modernos del carácter originariamente privado y/o popular de la acusación, cuando la oportunidad de la acción y, eventualmente, de los pactos con el imputado era una consecuencia obvia de la libre acusación. Pero una y otros carecen hoy de justificación en los sistemas en que, como ocurre en Italia e incluso en los Estados Unidos, el órgano de la acusación es público. Lo mismo puede decirse de la fórmula , cuya utilización a propósito de los acuerdos es igualmente impropia y sesgada. La negociación entre acusación y defensa es exactamente lo contrario al juicio contradictorio característico del método acusatorio y remite, más bien, a las prácticas persuasivas permitidas por el secreto en las relaciones desiguales propias de la inquisición. El contradictorio, de hecho, consiste en la confrontación pública y antagónica, en condiciones de igualdad entre las partes. Y ningún juicio contradictorio existe entre partes que, más que contender, pactan entre sí en condiciones de desigualdad" (conf., op. cit., págs. 747/8; destacado en el original).
Asimismo, advierte este autor acerca de la "fuente inagotable de arbitrariedades" a que da lugar la facultad negociadora del fiscal: "arbitrariedades por omisión, ya que no cabe ningún control eficaz sobre los favoritismos que puedan sugerir la inercia o el carácter incompleto de la acusación; arbitrariedades por acción, al resultar inevitable, como enseña la experiencia, que el plea bargaining se convierta en la regla y el juicio en una excepción, prefiriendo muchos imputados inocentes declararse culpables antes que someterse a los costes y riesgos del juicio" (Ibidem, págs. 568/9).
Concluye Ferrajoli que "Todo el sistema de garantías queda así desquiciado: el nexo causal y proporcional entre delito y pena, ya que la medida de ésta no dependerá de la gravedad del primero sino de la habilidad negociadora de la defensa, del espíritu de aventura del imputado y de la discrecionalidad de la acusación; los principios de igualdad, certeza y legalidad penal, ya que no existe ningún criterio legal que condicione la severidad o la indulgencia del ministerio público y que discipline la partida que ha emprendido con el acusado; la inderogabilidad del juicio, que implica infungibilidad de la jurisdicción y de sus garantías, además de la obligatoriedad de la acción penal y de la indisponibilidad de las situaciones penales, burladas de hecho por el poder del ministerio público de ordenar la libertad del acusado que se declara culpable; la presunción de inocencia y la carga de la prueba a la acusación, negadas sustancial, ya que no formalmente, por la primacía que se atribuye a la confesión interesada y por el papel de corrupción del sospechoso que se encarga a la acusación cuando no a la defensa; el principio de contradicción, que exige el conflicto y la neta separación de funciones entre las partes procesales. Incluso la propia naturaleza del interrogatorio queda pervertida: ya no es medio de instauración del contradictorio a través de la exposición de la defensa y la contestación de la acusación, sino relación de fuerza entre investigador e investigado, en el que el primero no tiene que asumir obligaciones probatorias sino presionar sobre el segundo y recoger sus autoacusaciones" (Ibidem, pág. 749; el subrayado y la negrita se agregan).
A todas las críticas hasta aquí reseñadas, deben sumarse las observaciones que se han efectuado, desde una perspectiva constitucional, al sistema del "plea bargaining".
En este sentido, algunos autores afirman que el mecanismo del "plea bargaining" importa una violación de los derechos constitucionales de los imputados (conf. Alberto Bovino, "simplificación del procedimiento y 'juicio abreviado'", AA.VV., "Primeras Jornadas Provinciales de Derecho Procesal", ed. Alveroni, Córdoba, 1995) o bien que "El plea bargaining ha derrotado a la Constitución y al Bill of Rights" (conf. John H. Langbein, "Sobre el mito...", cit., pág. 52).
Ahora bien, en mi criterio, sostener que existe una contradicción normativa entre las disposiciones constitucionales de los Estados Unidos, relativas al juicio por jurados y aquellas que admiten la imposición de una condena mediante el procedimiento de "negociación", esto es, sin un juicio sobre la culpabilidad del acusado, es, al menos, discutible.
La cuestión constitucional de la renuncia, por parte de un acusado por un delito, al juicio previo como condición de la aplicación de una condena fue analizada por la Corte Suprema de los Estados Unidos en un precedente del año 1930.
En el caso "Patton vs. U.S." (281 U.S. 276), fue examinado el alcance que debía otorgarse a las disposiciones constitucionales que exigían la realización de un juicio por jurados en los supuestos de conductas criminales.
Las normas constitucionales sometidas a interpretación en el citado precedente por el máximo tribunal federal de los Estados Unidos, fueron el art. III, sección segunda, de la Constitución originaria de ese país, que en lo que aquí interesa dispone que: "el juicio de todos los delitos, excepto en los casos de juicio político, se hará por jurados; y tendrá lugar en el estado donde los delitos se hayan cometido;...", y la Enmienda sexta, que, sobre el punto, establece que: "En todas las persecuciones criminales, el acusado tendrá el derecho a un juicio rápido y público, por un jurado imparcial, del estado y distrito donde se haya cometido el delito...".
Ahora bien, la sola lectura del precedente arriba mencionado muestra el enorme esfuerzo interpretativo que debió realizar la Suprema Corte de los Estados Unidos para concluir que, pese a la clara letra de las disposiciones constitucionales en juego, el juicio por jurados era sólo un "valioso privilegio" y como tal, renunciable por el acusado.
Para arribar a esa conclusión ese tribunal no sólo debió negar toda relevancia a la diferencia que se registra en la letra y el énfasis de ambas disposiciones fundamentales, y afirmar que lo establecido en el art. III, sección segunda, de la Constitución originaria de aquel país debía interpretarse a la luz de lo dispuesto en la Enmienda Sexta, sino que además asimiló el concepto del término 'derecho' utilizado en dicha enmienda al del término 'privilegio', usado por Story en un tramo del texto de ese autor que el precedente transcribe.
En el fallo en estudio la cuestión central fue presentada en estos términos "Llegamos así a la pregunta crucial: el efecto de las previsiones constitucionales referidas al juicio por jurados )establecen un tribunal en la estructura del gobierno o se trata sólo de garantizar al acusado el derecho a un juicio de esas características?" (sin negrita en el original).
Para responder al interrogante planteado, en el precedente se lleva a cabo un repaso relativamente minucioso de opiniones jurisprudenciales y doctrinarias. Al desarrollar ese análisis el tribunal transcribió el siguiente párrafo de J. Story: "Cuando nuestros más inmediatos ancestros se trasladaron a América trajeron con ellos este gran privilegio como su patrimonio y legado, como una parte admirable del common law que se había desarrollado como una amplia barrera de contención contra los intentos del poder arbitrario. Actualmente se encuentra incorporado en todas nuestras constituciones estatales como un derecho fundamental y la Constitución de los Estados Unidos hubiera sido con razón el centro de las objeciones más fundadas si no lo hubiera confirmado en sus términos más solemnes." (Lo resaltado, en bastardilla en el original).
Luego de esta transcripción la Suprema Corte de los Estados Unidos afirmó "...es razonable concluir que los forjadores de la Constitución simplemente intentaron preservar el derecho a un juicio por jurados básicamente para la protección del acusado...", y agregó que "...La inferencia razonable es que la preocupación de los forjadores de la Constitución fue hacer claro que el derecho a juicio por jurados debía mantenerse inviolable... Que éste fue el propósito del tercer artículo es altamente probable en consideración a la forma de la expresión utilizada en la 6ta. Enmienda.
'En todas las persecuciones criminales, el acusado gozará del derecho a un juicio rápido y público, por un jurado imparcial'...", (el subrayado se agrega).
El tribunal dedujo así que: "Esta disposición que se ocupa claramente del juicio por jurados en términos de privilegio, a pesar de ser posterior a la norma relativa al jurado contenida en la Constitución original, no debe ser vista como modificatoria del precepto original, y no hay razones para pensar que estaba dentro de sus propósitos. Las primeras diez enmiendas y la Constitución original fueron sustancialmente contemporáneas y deben ser interpretadas en igual sentido. Así interpretadas, la última disposición rectamente debe ser vista como reflejando el sentido de la primera. En otras palabras, los dos preceptos quieren decir sustancialmente lo mismo..." (el subrayado se agrega).
Por último, se sostuvo en el precedente analizado que "Sobre esta visión de las disposiciones constitucionales concluimos que el artículo 3, parágrafo 2, no es jurisdiccional pero fue pensado para conferir un derecho al acusado que él puede dejar de lado a su elección...".
Un meditado examen de las expresiones contenidas en el precedente reseñado conduce, en primer lugar, a señalar que, como se adelantó más arriba, se diluye en él toda diferencia conceptual entre 'privilegio' y derecho fundamental, y en este sentido es preciso advertir que el propio Story, al comentar lo establecido respecto del juicio por jurados en el artículo III, sección segunda, de la Constitución de los Estados Unidos, utiliza el término 'privilegio' para referirlo a la consagración en la Carta Magna inglesa del juicio por jurados. Así dice el mencionado autor: "Este privilegio, es uno de los artículos fundamentales de la magna carta, en la que se encuentra consagrado en estos términos solemnes: 'nullus homo capiatur,...'" (conf. "Comentario sobre la Constitución Federal de los Estados Unidos", traducido, anotado y concordado con la Constitución Argentina por Nicolás Antonio Calvo; ed. Imprenta 'La Universidad', Buenos Aires, 1888, IV edición, tomo II, pág. 487). Sin embargo, algunas líneas más abajo de esa afirmación -tal como se transcribe en "Patton vs. U.S."- Story agrega "Actualmente está incorporado en todas nuestras constituciones estatales como un derecho fundamental" (el subrayado se agrega).
Parece claro entonces que la equiparación conceptual llevada a cabo por la Suprema Corte de los Estado Unidos en "Patton vs. U.S.", no se desprende, al menos de modo necesario, de las palabras utilizadas por Story en sus comentarios.
Por otra parte, a pesar de la denodada tarea interpretativa realizada por la Suprema Corte de los Estados Unidos para armonizar la letra de las dos disposiciones constitucionales en juego, es evidente que sólo en virtud de los términos contenidos en la Sexta Enmienda resulta admisible que se haya considerado al "juicio por jurados, como un privilegio de las personas acusadas, privilegio que dichas personas pueden por lo tanto rehusar si así lo prefieren" (conf. Edward S. Corwin, "La Constitución de los Estados Unidos y su significado actual", trad. de Aníbal Leal; ed. Fraterna, 1ra. ed. en español, 1987, pág. 315 y nota n 141, donde se cita "Patton" y otros precedentes posteriores).
En ese sentido, una importante opinión doctrinaria ha señalado con total claridad el diferente significado que poseen los términos utilizados en cada una de las dos disposiciones constitucionales tantas veces citadas.
Así advierte C. Herman Pritchett, "Se observará que en el artículo III, sección 2, el texto es imperativo ('El juzgamiento de todos los delitos...será por jurados'), mientras que la enmienda se limita a decir que el acusado 'tendrá el derecho' a un juicio por jurados. En consecuencia el juicio por jurados no constituye una exigencia institucional, sino tan sólo un 'valioso privilegio' que una persona acusada por un delito puede renunciar a su elección." (conf. "La Constitución Americana", Bs. As., ed. Tea, 1965, pág. 694, donde el autor cita "Patton"; la negrita, con cursiva en el original).
En síntesis, cabe concluir que es sustancialmente con base en la letra de la Sexta Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos que la Corte Suprema de ese país ha podido interpretar, más allá de lo acertado o no de tal interpretación, que el juicio previo a una sentencia de condena es sólo un derecho o 'valioso privilegio' renunciable por un acusado, y no, como se desprende de la sola lectura del art. III, sección segunda, de esa constitución, una exigencia de carácter institucional.
IV
No existe, sin embargo, margen normativo alguno que permita alcanzar una conclusión similar a la arriba reseñada, si se analiza la compatibilidad entre lo dispuesto por las normas de la Constitución Argentina, que establecen la exigencia
de realización de un 'juicio previo' a la imposición de una condena penal, y lo dispuesto por la ley 24.825.
Por el contrario, varias son las razones que conducen a sostener que lo regulado en la ley citada quebranta de modo palmario lo establecido en los arts. 18 y 118 de la Constitución Nacional.
En efecto, la exigencia de un 'juicio previo', oral, público, contradictorio y continuo, como requisito para la imposición de una pena a un habitante de la Nación, no sólo es una garantía fundamental, contenida en el art. 18 de la Constitución Nacional, sino que, además, es un imperativo de orden institucional en razón de lo establecido en el art. 118 de la Ley Fundamental.
Este carácter imperativo en su art. 18, un mecanismo ineludible para que a un habitante de la Nación pueda serle aplicada una pena: la declaración de culpabilidad mediante una sentencia obtenida luego de la realización del único tipo de "juicio" que la propia Constitución Nacional ordena, esto es, un juicio oral, público, contradictorio y continuo.
La anterior, es una conclusión necesaria toda vez que nuestra Ley Fundamental consagra, por un lado, la forma republicana de gobierno (artículos 1 y 33) y, por otro, y en especial, el "juicio por jurados" en virtud de lo establecido en sus artículos 24, 75 inc. 12 y 118.
En efecto, la Constitución Nacional condiciona la aplicación de una pena, la realización del derecho penal material a la realización de un "juicio previo". A su vez, las cláusulas constitucionales que aluden al juicio -al menos en materia penal- lo hacen refiriéndose al "juicio por jurados". Ello ha llevado a Julio Maier a concluir lo siguiente: "Frente al mandato de establecer el juicio por jurados no puede caber la menor duda acerca de que nuestra Constitución tornó imperativo para nuestro país un procedimiento penal cuyo eje principal era la culminación en un juicio oral, público, contradictorio y continuo, como base de la sentencia penal. En efecto, no otra cosa que un mandato significa ordenar al Congreso de la Nación que promueva "la reforma de la actual legislación en todos sus ramos, y el establecimiento del juicio por jurados" (CN, 24 y 75, inc. 12) y prever, por fin, que "todos los juicios criminales ordinarios que no se deriven del derecho de acusación concedido a la Cámara de Diputados, se terminarán por jurados, luego que se establezca en el país esta institución..." (CN, 118); y el establecimiento del juicio por jurados genera espontáneamente el debate oral, público, contradictorio y continuo, pues no se conoce, histórica y culturalmente, un juicio por jurados sin audiencia oral y continua, sin la presencia ininterrumpida del acusador, del acusado y del tribunal" ("Derecho procesal penal, t. I, Fundamentos", ed. del Puerto, Buenos Aires, pág. 655).
Se puede arribar a idénticas conclusiones, respecto de las características del juicio exigido por la Constitución Nacional, incluso desde otros puntos de partida. Así, por ejemplo, si se toma como base la forma republicana de gobierno (cfr. Maier, op. cit., pags. 647 y ss; Jürgen Baumann, "Derecho Procesal Penal", trad. de la 3a. edición alemana de Conrado Finzi, ed. Depalma, Buenos Aires, 1986, págs. 107 y ss.); o si se lleva a cabo una interpretación histórica del texto constitucional argentino (cfr. Alberto M. Binder, "Introducción al Derecho Procesal Penal", ed. Ad Hoc, Buenos Aires, 1993, págs. 111 y ss.). A su vez, no es otra la conclusión a la que se llega si el objeto de la interpretación consiste en asegurar la efectividad del derecho de defensa (cfr. Alfredo Vélez Mariconde, "Derecho Procesal Penal", 3a. edición, ed. Lerner, Córdoba, 1981, t. I, págs. 418 y ss. y t. II, págs. 203 y ss., en especial, 213-214; Karl Heinz Gössel, "La defensa en el estado de derecho y las limitaciones relativas al defensor en el procedimiento contra terroristas", en Doctrina Penal, año 3, ed. Depalma, Buenos Aires, 1980, págs. 219 y ss.).
En consecuencia, más allá de la diversidad de criterios respecto de la regla constitucional precisa de la que surge la única forma legítima del juicio penal -esto es, del "juicio previo" en los términos del art. 18 de la Constitución Nacional-, lo cierto es que éste debe observar ciertos requisitos (oralidad, publicidad, continuidad y contradicción) sin los cuales no es posible dictar una sentencia condenatoria válida.
En otras palabras, dado que la Constitución Nacional condiciona la aplicación de una pena a la sustanciación de un "juicio previo", y que dicho juicio debe observar, según la misma ley suprema, ciertos requisitos, incumplidos estos requisitos -o alguno de ellos- no hay posibilidades de aplicación válida de una sanción penal. Tales requisitos constituyen, en suma, garantías constitucionales de los ciudadanos frente a toda pretensión punitiva del estado.
Las mencionadas condiciones que debe cumplir el juicio penal, según el programa procesal penal constitucional -o, con las palabras utilizadas por Jorge Clariá Olmedo, las "bases constitucionales" del proceso penal (cfr. "Tratado de Derecho Procesal Penal", ed. Ediar, Buenos Aires, 1960, t.I, págs. 211 y ss.)-, tienen, a su vez, una indudable repercusión en el contenido que cabe asignarle al derecho constitucional de defensa, al menos, en la etapa de juicio.
Por otra parte, es prácticamente unánime el reconocimiento de que las características que distinguen al modelo procesal consagrado por la Constitución Nacional persiguen el cumplimiento de fines políticos insoslayables en un Estado de Derecho.
Es por ello que se ha destacado "...el doble efecto de estas cláusulas que rigen la forma de proceder de la administración de justicia: garantía del justiciable y procedimiento legítimo de los órganos públicos que aplican su poder de coacción en un Estado de Derecho, según mecanismos de control ciudadano" (conf. Julio B. J. Maier, op. cit., pág. 658; sin negrita en el original).
En este sentido, con relación a uno de los caracteres insoslayables del juicio, la publicidad del debate, se ha dicho que "...es otra característica que asegura el régimen más apto para descubrir la verdad, aunque siendo ella de la propia esencia del sistema republicano, resulta igualmente impuesta, como principio general, por una norma de la Constitución: si aquél exige, en verdad, que todos los funcionarios públicos (los representantes) sean responsables de sus actos ante el pueblo soberano (el representado), la responsabilidad de los jueces sólo puede hacerse efectiva cuando sus actos son públicos, es decir, cuando los ciudadanos pueden asistir al debate y a la lectura de la sentencia" (Vélez Mariconde, op. cit., t. II, pág. 165).
Agrega el mencionado autor, citando a Lucchini, que "La singular importancia de esta regla procesal resulta evidente porque 'la verdad y la justicia no pueden separarse y tener secretos; la justicia requiere la luz, para que en la conciencia del Juez se refleje la conciencia de la sociedad y viceversa; de lo contrario, cuando el procedimiento se desenvuelve en el misterio, en él penetra y domina la sospecha y el arbitrio'" (idem).
Ya Cesare Beccaria en su "De los delitos y de las penas" decía: "Sean públicos los juicios y públicas las pruebas del delito, para que la opinión, que acaso es el solo cimiento de la sociedad, imponga un freno a la fuerza y a las pasiones, para que el pueblo diga: nosotros no somos esclavos, sino defendidos" (ed. Altaya, Barcelona, 1994, pág. 50).
También la función de garantía que la publicidad cumple para el imputado aparecía en el pensamiento de los autores iluministas: "'Entre nosotros todo se hace en secreto. Un solo juez, con su secretario, oye a los testigos uno después del otro..., y, encerrado con ellos, puede hacerles decir todo lo que quiere', lamentaba Voltaire contraponiendo este proceso al 'noble y leal' de los romanos, donde 'los testigos eran oídos públicamente en presencia del acusado, que podía responderles, interrogarles por sí mismo, o ponerlos en confrontación con un abogado; y preguntaba: ')De verdad el secreto conviene a la justicia? )No debiera ser sólo propio del delito esconderse?" (conf. Luigi Ferrajoli, op. cit., págs. 616/7).
Por su parte, Bentham en el "Tratado de las pruebas judiciales" afirmaba que la publicidad asegura la "veracidad" de los testimonios: "...la mentira puede ser audaz en un interrogatorio secreto, mas es difícil que lo sea en público e inclusive es extremadamente improbable por parte de cualquier hombre que no sea un depravado completo. Todas las miradas dirigidas sobre un testigo lo desconciertan si tiene un plan de impostura: percibe que la mentira puede encontrar un contradictor en cada uno de los que lo escuchan. Tanto una fisonomía que le es conocida como otras mil que no conoce, lo inquietan por igual y se imagina, a pesar suyo, que la verdad que trata de ocultar surgirá del seno de esa audiencia y lo expondrá a los peligros del falso testimonio. Se da cuenta de que hay, al menos, una pena a la que no podrá escapar: la vergüenza en presencia de una multitud de espectadores" (citado por Ferrajoli, L., op. cit., pág. 617 y nota 335).
En idéntico sentido, Vélez Mariconde afirma que "...se observa fácilmente la influencia de la publicidad sobre testigos y peritos, pues si el secreto y la falta de toda solemnidad en sus declaraciones, propios del procedimiento escrito, es un marco apropiado para la mentira, aquélla constituye, en cambio, una forma que los induce a la veracidad, ya sea por encontrar el testimonio de su falsía en el mismo público que asiste a la audiencia, ya sea porque sienten verdaderamente el peso de su responsabilidad." (op. cit., t. II, pág. 196).
Tales razones hacen comprensible que el art. 8 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos (incorporada a la Constitución Nacional, conforme lo dispuesto en su art. 75 inc. 22), luego de enunciar una serie de derechos, determine en su inciso 5 , con contundente carácter imperativo que "El proceso penal debe ser público".
Por lo expuesto, es indudable que, como regla, no resulta posible admitir que una prueba producida fuera de una audiencia pública pueda servir de base para la sentencia, pues aceptar tal extremo importa lesionar el requisito de publicidad , al menos, en cuanto a su función de posibilitar el ejercicio del control ciudadano de los actos de gobierno.
A su vez, respecto de la exigencia de la oralidad del juicio, se ha dicho que "...está estrechamente vinculada a la publicidad, de la que representa la principal garantía" (conf. Ferrajoli, op. cit., pág. 619).
Asimismo, la oralidad hace posible la vigencia de una de las condiciones epistemológicas de la construcción de la verdad procesal. En palabras de Vélez Mariconde: "Para que el principio de inmediación se pueda hacer efectivo con respecto al Juez que debe dictar la sentencia, es preciso ante todo que el juicio definitivo se realice oralmente. Este procedimiento o método de investigación es la primera consecuencia de aquel principio racional, porque 'la palabra hablada es la manifestación natural y originaria del pensamiento humano', así como la forma escrita constituye una 'especie de expresión inoriginal' o mediata del mismo. Cuando se admite la segunda, realmente, el acta se interpone, por así decirlo, entre el medio de prueba y el Juez de sentencia que debe evaluarlo".
Agrega luego: "Porque asegura el contacto directo entre los elementos de prueba y el Juez de sentencia, la oralidad es la forma natural de esclarecer la verdad, de reproducir lógicamente el hecho delictuoso, de apreciar la condición de las personas que suministran tales elementos, de proscribir cortapisas y limitaciones subjetivas que derivan del procedimiento escrito, de hacer imposible o muy difícil toda argucia dirigida a entorpecer el descubrimiento de la verdad" (conf. op. cit., t. II, pág. 188; sin negrita en el original).
Respecto de la función de garantía que presentan los caracteres distintivos del modelo procesal constitucional, sin duda, la regla que más relevancia posee en relación con la cuestión planteada es la que exige el contradictorio como modo de arribar a la verdad procesal, y ello fundamentalmente en tanto es la que permite, en mayor medida, determinar el contenido mínimo que en la etapa de juicio debe asignarse al derecho constitucional de defensa (art. 18 de la Constitución Nacional).
En efecto, en virtud del principio de contradicción el proceso penal debe ser entendido como un "proceso de partes". Ello, a pesar de que una de las partes sea el estado -como consecuencia del principio de oficialidad de la persecución penal-. Una vez más, con palabras del Prof. Julio Maier: "El juicio o procedimiento principal es, idealmente, el momento o período procesal en el cual el acusador y el acusado se enfrentan, a la manera del proceso de partes, en presencia de un equilibrio procesal manifiesto. Tanto es así que las facultades que son otorgadas a uno y otro son paralelas o, si se quiere, las otorgadas a uno resultan ser reflejo de las concedidas al otro: la acusación provoca la contestación del acusado; ambos pueden probar los extremos que invocan y controlar la prueba del contrario; ambos valoran las pruebas recibidas para indicar al tribunal el sentido en el que debe ejercer su poder de decisión. En su conformación ideal este procedimiento construye la verdad procesal por enfrentamiento de los diversos intereses y puntos de vista acerca del suceso histórico que constituye su objeto, mediante un debate en el cual se produce ese enfrentamiento, cuya síntesis está representada por la decisión (sentencia) de un tribunal tan imparcial como sea posible" (conf. op. cit., pág. 579. En idéntico sentido, v. Vélez Mariconde, op. cit., págs. 213 y ss.).
Estas facultades que necesariamente deben estar garantizadas por las leyes procesales reglamentarias de la Constitución Nacional, forman parte de lo que puede denominarse el "contenido mínimo" -por mandato constitucional, ineludible- con que debe concebirse a la garantía constitucional de defensa en juicio.
La relación apuntada entre contradictorio y derecho de defensa aparece explícita en el enfoque epistemológico de las garantías penales -procesales y materiales- propuesto por Luigi Ferrajoli. Afirma el autor italiano en este sentido que el derecho de defensa -expresado por él en el axioma nulla probatio sine defensione- "...es la transposición jurídica de la que...he identificado como la principal condición epistemológica de la prueba: la refutabilidad de la hipótesis acusatoria experimentada por el poder de refutarla de la contraparte interesada, de modo que no es atendible ninguna prueba sin que se hayan activado infructuosamente todas las posibles refutaciones y contrapruebas. La defensa, que tendencialmente no tiene espacio en el proceso inquisitivo, es el más importante instrumento de impulso y de control del método de prueba acusatorio, consistente precisamente en el contradictorio entre hipótesis de acusación y de defensa y las pruebas y contrapruebas correspondientes. La epistemología falsacionista que está en la base de este método no permite juicios potestativos sino que requiere, como tutela de la presunción de inocencia, un procedimiento de investigación basado en el conflicto, aunque sea regulado y ritualizado, entre partes contrapuestas" (conf. op. cit., pág. 613).
Como ya ha sido dicho, ello es así, por imperativo de orden constitucional, en la etapa de juicio, pues durante la etapa de la instrucción, dado que no existe en la Constitución Nacional un mandato al legislador acerca de cuál es el modelo procesal que corresponde adoptar, puede verificarse un marco procesal que consagre facultades defensivas más restringidas que las que -por mandato constitucional- deben asignarse en la etapa de juicio.
Dice Julio J. B. Maier: "Dado que la instrucción (procedimiento preparatorio y preliminar) es el período procesal cuya tarea principal consiste en averiguar los rastros -elementos de prueba- que existen acerca de un hecho punible que se afirmó como sucedido, con el fin de lograr la decisión acerca si se promueve juicio penal -acusación- o si se clausura la persecución penal -sobreseimiento-, resulta que, en él, los órganos de persecución penal del Estado prevalecen sobre el imputado, sin perjuicio del resguardo de las garantías individuales que amparan a este último, las cuales suponen un mínimo de derechos correspondientes a él -y a su defensor-, sin los cuales no se podría afirmar con seriedad el funcionamiento de un Estado de Derecho" (op. cit., pág. 578).
Esta diferente naturaleza de las etapas procesales mencionadas explica por qué resulta admisible que el contenido del derecho de defensa no permanezca idéntico a medida que avanza el proceso penal.
Ahora bien, tal como se ha señalado más arriba, uno de los requisitos que el principio de contradicción impone es el de que las partes cuenten con la facultad de controlar la producción de las pruebas que presente la contraparte para sostener la hipótesis que postula.
Nuevamente, dicha facultad, para el imputado, integra el "contenido mínimo" de la garantía de defensa en juicio, de rango constitucional (art. 18).
Precisamente, la potestad de controlar la prueba que valorará el tribunal en la sentencia constituye "la principal razón de ser del debate oral y público, regulado por las leyes procesales penales modernas que reformaron el sistema inquisitivo, instituyéndolo como culminación del procedimiento y para que proporcione la base de la sentencia. Este debate se cumple con la presencia ininterrumpida de todos los sujetos procesales (inmediación), inclusive el imputado y su defensor, y en él son incorporados los únicos elementos de prueba idóneos para fundar la sentencia, forma de proceder que asegura el control probatorio por parte de todas las personas interesadas en la decisión; a él concurren el acusador y el acusado -también su defensor- con las mismas facultades, factor principal de la equiparación de posibilidades respecto del fallo" (conf. Maier, Julio B. J., op. cit. pág. 585).
"De ello resulta, también -agrega el autor citado-, que la investigación anterior (instrucción o procedimiento preliminar) y los medios de prueba que allí se realizan tienen sólo valor preparatorio, esto es, sirven para decidir acerca de si se enjuicia al imputado (acusación), mas no para fundar la sentencia (conf. op. cit., págs. 585/6; sin subrayado en el original).
En conclusión, a la luz de todo lo expresado hasta aquí queda claro que, de las diversas cláusulas de la Constitución Nacional que se refieren al 'juicio' como requisito ineludible para la imposición de una pena, surge inequívocamente que el 'juicio previo' -oral, público, contradictorio y continuo-, comporta tanto una garantía de los ciudadanos frente al poder estatal como una exigencia de carácter institucional.
A su vez, dichas normas constitucionales, a diferencia de la Enmienda VI de la Constitución de los Estados Unidos, no dejan ningún resquicio para postular una interpretación similar a la sostenida por la Suprema Corte del mencionado país.
La conclusión de que el 'juicio previo' -oral, público, contradictorio y continuo- es en nuestra Constitución además de una garantía para los habitantes del país, una exigencia de orden institucional, se refirma a la luz de lo dispuesto en el art. 118 de la Constitución Argentina, que establece que "Todos los juicios criminales ordinarios, que no se deriven del derecho de acusación concedido a la Cámara de Diputados, se terminarán por jurados... La actuación de estos juicios se hará en la provincia donde se hubiere cometido el delito...".
Como puede advertirse, la última norma constitucional citada posee un mandato idéntico al contenido en el art. III, sección segunda, de la Constitución de los Estados Unidos y ha sido redactada casi en los mismos términos que los de esta norma.
A mi modo de ver, esas circunstancias unidas a la ausencia en nuestra Constitución Nacional de una norma como la contenida en la Enmienda VI de la Constitución de los Estados Unidos, y a la ubicación sistemática que en nuestra Constitución posee el art. 118, que otorga a su contenido un claro carácter jurisdiccional, hacen ineludible concluir que esta norma, más que ninguna otra, ha impuesto una exigencia de orden institucional -y como tal irrenunciable por voluntad individual-: la de un 'juicio previo' -oral, público, contradictorio y continuo- a la aplicación de una pena."
Ha expresado en tal sentido Joaquín V. González, al comentar el art. 102 de la Constitución Nacional (actual art. 118), que la forma de juicio que la Constitución Nacional consagra para las causas criminales, constituye una institución cuya "creación se hace en forma orgánica en el capítulo que contiene todos los poderes judiciales..." (conf. "Manual de la Constitución Argentina, 1853/1860", ed. Ángel Estrada, Buenos Aires, 28a. ed., 1983, pág. 623, n 634 y sig.). Afirma también el autor citado que la Constitución de 1853/60 "dio formas más definidas e imperativas" a los textos normativos que se refieren al tipo de juicio que ella establece, que las Constituciones de 1819 -art. 114- y 1826 -art. 164-, que al respecto sólo expresaban "es 'del interés y del derecho' de todos los miembros de la comunidad política" (conf. op. cit., pág. 626, n 637).
En síntesis, el carácter imperativo, institucional e irrenunciable de lo dispuesto en el art. 118 de la Constitución Nacional, surge con toda nitidez, con sólo verificar la decisión de los constituyentes de incluir esa cláusula en la parte orgánica, Sección Tercera, Capítulo Segundo, de la Constitución Nacional, es decir, allí donde se instituye al Poder Judicial como uno de los tres poderes del estado federal y se regulan sus atribuciones.
De todo lo expuesto se deduce que el sentido y alcance de las disposiciones constitucionales que se han analizado, en especial de los arts. 18 y 118 de la Constitución Nacional, evidencian la absoluta contradicción que existe entre esas normas y lo dispuesto por el legislador en la ley 24.825, que suprime, de modo liso y llano, la realización del 'juicio previo' -oral, público, contradictorio y continuo- que aquellas normas fundamentales imponen como condición necesaria para la aplicación de una pena a un habitante de la Nación y, por lo tanto, resulta ineludible concluir que esa ley carece de validez normativa.
Ante esa conclusión es preciso examinar ahora la cuestión atinente a la facultad jurisdiccional de declarar la inconstitucionalidad de una ley cuando, como en el caso, esa declaración no ha sido solicitada.
Al respecto, debo señalar que si bien en alguna decisión anterior apliqué la doctrina sentada por la Corte Suprema de Justicia de la Nación a partir del caso "Ganadera Los Lagos S.A. c/ Gobierno Nacional" (conf. Fallos: 190:141), conforme a la cual los jueces sólo están habilitados para examinar la legitimidad constitucional de las normas emanadas de los restantes poderes sólo cuando media pedido de parte (v., entre otros, los precedentes registrados en Fallos: 199:466, 204:671, 234:335, 250:716, 254:201, 261:278, 269:225, 289:177, 303:715, 305:2146), un análisis detenido de la cuestión y, fundamentalmente, los argumentos expresados por la gran mayoría de las más destacadas opiniones doctrinarias que se han pronunciado sobre el punto, me conducen a considerar que es una atribución propia de la función de los jueces la de controlar la conformidad de las normas que han de ser aplicadas con las disposiciones contenidas en la Constitución Nacional.
En este sentido, se ha expresado que "...el control de constitucionalidad hace parte de la función de aplicación del derecho, y que, por eso, debe efectuarse por el juez aunque no se lo pida la parte, porque configura un aspecto del 'iura novit curia'. El juez tiene que aplicar bien el derecho, y para eso, en la subsunción del caso concreto dentro de la norma, debe seleccionar la que tiene prioridad constitucional. Aplicar una norma inconstitucional es aplicar mal el derecho, y esa mala aplicación -derivada de no preferir la norma que por su rango prevalente ha de regir el caso- no se purga por el hecho de que nadie haya cuestionado la inconstitucionalidad. Es obligación del juez suplir el derecho invocado, y en esa suplencia puede y debe fiscalizar de oficio la constitucionalidad dentro de lo más estricto de su función. El control aludido importa una cuestión de derecho, y en ella el juez no está vinculado por el derecho que las partes invocan" (conf. Germán J. Bidart Campos, "Manual de Derecho Constitucional Argentino", ed. Ediar, Buenos Aires, 2da. ed. actualizada, 1979, págs. 778/9; la negrita, con cursiva en el original).
Tanto la doctrina como el sector de la jurisprudencia que se enrola en tal postura se han encargado de formular una distinción entre declaración abstracta y declaración de oficio de inconstitucionalidad de una norma, aclarando que sólo se encuentra vedada la primera, esto es, la que se realiza "fuera de una causa concreta en la cual deba o pueda efectuarse la aplicación de las normas supuestamente en pugna con la Constitución" (la cita corresponde al voto en disidencia de los Dres. Fayt y Belluscio en el precedente registrado en Fallos: 306:303).
Asimismo, los autores nacionales que se pronuncian a favor de la declaración de inconstitucionalidad de oficio han señalado la inconsistencia de los supuestos obstáculos indicados por la Corte Suprema de Justicia de la Nación para el reconocimiento de dicha facultad a los jueces.
En primer lugar, se ha destacado que la declaración de oficio no altera el equilibrio entre los tres poderes establecidos por la Constitución Nacional (como sostiene la Corte en el ya citado caso "Los Lagos"), toda vez que no implica arrogarse atribuciones legislativas sino, por el contrario, ejercer la facultad de control propia de la división de poderes, que supone la idea de que el control no puede estar a cargo del poder controlado.
Asimismo, se ha expresado que el temor a una ruptura del equilibrio constitucional entre los tres poderes "por la absorción del Poder Judicial en desmedro de los otros dos", que inspira a la tesis negatoria del control de oficio, no halla, por un lado, sustento histórico, y por otro, no toma en cuenta que si el "Poder Judicial torpedease sistemática, arbitraria, caprichosa e irrazonablemente las leyes que dictase el Congreso, produciendo así la inmovilización gubernativa, el Parlamento tiene mecanismos constitucionales para controlar, a su vez, las posibles exageraciones institucionales del Poder Judicial (incluyendo el muy extremo caso del juicio político)" (conf. Néstor Pedro Sagüés, "Recurso Extraordinario", ed. Astrea, Buenos Aires, 3ra. ed. actualizada, 1992, t. 1, págs. 141/2).
Por otra parte, resulta sumamente difícil advertir de qué modo el pretendido agravio al equilibrio entre los poderes podría eliminarse mediante la exigencia de que alguna de las partes que intervienen en un caso haya solicitado la declaración de inconstitucionalidad de la norma de que se trate.
En segundo lugar, respecto del desconocimiento de la presunción de validez de las leyes que, a juicio de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, importaría la declaración de inconstitucionalidad de oficio, se ha observado que dicha presunción es siempre provisional y, precisamente, sólo puede mantenerse hasta que un órgano facultado para controlar su legitimidad afirme su invalidez.
Agrega Sagüés que "no se advierte cómo se acepta (sin discusión) que no se atenta contra la presunción de legitimidad cuando es una parte quien ataca la constitucionalidad de una ley, y que sí se atenta contra tal presunción cuando es un tribunal el que decide motu proprio reputar -luego del razonamiento del caso, por supuesto- que la misma ley es inconstitucional (conf. op. cit., págs. 142/3; la negrita, con cursiva en el original).
Fallo del Tribunal Oral en lo Criminal N°23, del 23 de diciembre de 1997, Causa 451 seguida contra Apolino Sosa Osorio".
"Que la decisión que corresponde adoptar en relación con la solicitud formulada de modo conjunto por la representante del ministerio público y el imputado y su defensor, en el escrito obrante a fs. 417/8, exige efectuar algunas consideraciones respecto del procedimiento incorporado en el art. 431 bis del Código Procesal Penal de la Nación, mediante la ley 24.825, pues es sobre la base de lo allí regulado que las partes han realizado la solicitud referida.
La importancia de los valores que se han puesto en juego a través de la consagración del mecanismo contemplado en la citada ley 24.825, torna ineludible desarrollar un minucioso examen del alcance y las implicancias del procedimiento que se ha creado para imponer una condena penal a un habitante de la Nación.
Ese nuevo procedimiento incorporado al código de forma, que ha sido denominado por el legislador "juicio abreviado", consiste básicamente en la presentación ante el tribunal de juicio de un acuerdo suscripto por el representante del ministerio público y el acusado acerca de la existencia del hecho, la participación en él del imputado y la calificación jurídica que corresponde otorgarle a la conducta de que se trate. A su vez, se requiere que el ministerio público formule, al efectuar su solicitud de aplicación del procedimiento abreviado, un expreso pedido de pena -que puede alcanzar hasta los seis años de prisión-.
Si el tribunal de juicio no rechaza el acuerdo -argumentando la necesidad de un mejor conocimiento de los hechos o su discrepancia con la calificación jurídica admitida- debe dictar sentencia condenatoria sobre la base de las pruebas recibidas en la etapa de instrucción y de la admisión de responsabilidad efectuada por el imputado. El tribunal no puede imponer una pena mayor o más grave que la pedida por el ministerio público.
Como puede advertirse, el procedimiento descripto guarda similitudes con los instrumentos de negociación propios del derecho anglosajón, más precisamente con una de las modalidades del "plea bargaining" de los Estados Unidos.
En efecto, "Existen dos tipos de plea bargaining. En el primer caso, el imputado admite su responsabilidad a cambio de que el fiscal formule una recomendación al juez sobre la imposición de una pena leve o mínima por el hecho supuestamente cometido -o no imponga penas a cumplir consecutivamente en el caso de consurso real-; este tipo de acuerdos se denomina sentence bargain. En el segundo caso, el fiscal acusa por un hecho distinto, más leve que aquel supuestamente cometido -o imputa menor cantidad de hechos que los supuestamente cometidos, cuando se trata de la sospecha de un concurso real-...La concesión del imputado, en cambio, es siempre la misma: la admisión de su culpabilidad" (conf. Alberto Bovino, "La persecución penal pública en el derecho anglosajón", en "Pena y Estado", AA.VV, Ed. del Puerto, Buenos Aires, 1997, n 2, pág. 67; destacado en el original).
La segunda modalidad de negociación entre imputado y fiscal se denomina "charge bargain" y en ocasiones se combina con la primera, dando lugar a una tercera modalidad "mixta" (conf. Silvia Barona Vilar, "La conformidad en el proceso penal", ed. Tirant lo Blanch, Valencia, 1994, pág. 64).
El procedimiento incorporado al Código Procesal Penal de la Nación por la ley 24.825 presenta las características básicas del "sentence bargain", toda vez que la renuncia a un juicio sobre la culpabilidad que efectúa el imputado tiene como correlato una negociación del monto o la gravedad de la pena a imponer, a partir de la que se pueda estimar que se determinaría en caso de recaer una condena dictada luego de la realización de un juicio oral, público, contradictorio y continuo.
Ahora bien, diversos son los análisis que se han llevado a cabo tanto respecto del "plea bargaining" como de otros sistemas basados en la negociación entre los órganos encargados de la persecución penal y el acusado (una amplia reseña de los distintos sistemas puede verse en Ariel H. Villar, "El juicio abreviado", ed. Némesis, Buenos Aires, 1997 y en Kai Ambos, "Procedimientos abreviados en el proceso alemán y en los proyectos de reforma sudamericanos", trad. a cargo de Ernst Witthaus, "Cuadernos de doctrina y jurisprudencia penal", ed. Ad-hoc, Buenos Aires, 1997, n 4-5, pág. 275), y todos esos estudios han hecho objeto de muy severas críticas a este tipo de sistemas, cuestionando distintos aspectos que se presentan en esa clase de procedimientos.
En virtud de la intensidad de los planteos formulados a aquella clase de mecanismos de negociación en el ámbito del derecho penal, es conveniente efectuar una reseña de ellos.
Así, se ha cuestionado la incompatibilidad de los acuerdos procesales con los fines del derecho penal.
En tal sentido Bernd Schünemann, luego de destacar que con los acuerdos entre fiscal e imputado "no se garantiza el consenso, sino sólo un compromiso, al cual la parte más débil debe adherirse, por necesidad, al punto de vista de la parte más fuerte", afirma que "en tales casos ya no es posible hablar de una individualización seria de la pena", pues ésta resulta "un producto de las capitulaciones procesales del acusado", ni de justicia en el caso particular, lo que "queda per definitionen en el camino" (")Crisis del procedimiento penal?", en "Jornadas sobre la Reforma del Derecho Penal en Alemania", trad. a cargo de Silvina Bacigalupo, n 8, 1991, publicado por el Consejo General del Poder Judicial de España, págs. 56/7; el destacado, con cursiva en el original).
El citado autor critica la individualización de la sanción punitiva a la que se arriba merced a los acuerdos procesales, afirmando que en verdad "la culpabilidad por el hecho, decisiva para la determinación de la pena, sólo puede modificarse dentro de límites muy modestos a través de los sucesos posteriores a la realización de la acción, pués éstos sólo pueden tener una significación indiciaria" (op. cit., pág. 57; el subrayado se agrega).
Expresa también que "Aún cuando se tomara distancia de la pena basada en la culpabilidad y se quisiera otorgar primacía en la individualización de la misma a la idea de prevención, tampoco se llegaría a buen fin por medio de los acuerdos procesales. Desde el punto de vista de la prevención especial la atenuación convenida de la pena no resultaría adecuada, pues el condenado no tomaría en serio la sentencia producto del acuerdo, pues se sentiría únicamente como la parte más débil del negocio transaccional. El arrepentimiento y la comprensión de la propia culpabilidad como motores de la auto-resocialización no pueden fundar la atenuación de la pena en cuanto provienen de un acuerdo que, si no indica lo contrario, inclusive puede contradecirlo" (idem; el subrayado se agrega).
Agrega Schünemann que "tampoco la individualización de la pena basada en la prevención general podría conducir a otros resultados ni siquiera reduciéndola a su concepción más moderna, la llamada prevención general integradora, es decir, la que persigue el fin fundamental de la pena en la reparación simbólica del orden jurídico mediante la sanción a lesiones insoportables de bienes jurídicos". En efecto, "el sometimiento a una norma, y a la sentencia que en ella se fundamenta, sólo dará lugar a un efecto reafirmador de la norma, que podría justificar una atenuación de la pena, cuando dicho sometimiento tiene lugar en forma incondicionada. Por el contrario, el sometimiento que es consecuencia de una negociación sólo certifica la fuerza de la coacción estatal, pero poco dice sobre la inquebrantabilidad del Derecho, razón por la cual no puede legitimar una atenuación de la pena. Por último, la crítica más seria contra los premios penales motivados en la prevención general y, que reconocen su fundamento en acuerdos procesales, surge de la siguiente reflexión: la prevención general integradora se tiene que mover, de todos modos, en el ámbito de la prevención general intimidante, dado que de lo contrario no se estaría sancionando el hecho punible del autor, sino su comportamiento procesal. La individualización de la pena como último nivel de la imposición de la norma debe poner al autor hipotéticamente en el momento anterior a la comisión del hecho y ello demuestra con evidencia que la amenaza de una pena esencialmente atenuada para el caso de estar dispuesto a confesar para reducir la duración del proceso penal, sepulta tanto la seriedad de la norma como el respeto del pueblo frente a tales prácticas" (Idem).
También se han formulado críticas a estos mecanismos de negociación entre partes pues se señala que importan el regreso a prácticas inquisitivas que no sólo desnaturalizan y desvirtúan el modelo de juzgamiento que surgió y se impuso en los dos últimos siglos, precisamente como respuesta a tales prácticas inquisitivas, sino que, además, permiten cuestionar la legitimidad de los "acuerdos" sobre la base de los cuales se arriba al dictado de sentencias condenatorias.
En efecto, "Como lo enseña la psicología del juego de la negociación, el más poderoso, concretamente, es quien impone sus fines, pero por su posición de poder más fuerte y no por su mejor posición jurídica. Por tanto, los acuerdos transforman al proceso penal, concebido hasta ahora como un conflicto de valores decidido por el Juez como un tercero imparcial, en una regulación de conflictos regidos por criterios de poder y no por criterios jurídicos, lo que conduce en la mayoría de los procesos al triunfo de las autoridades judiciales..." (conf. B. Schünemann, op. cit., pág. 55).
Lo cierto es que, en el procedimiento utilizado en los Estados Unidos, no sólo los fiscales y los jueces intentan llegar a un "guilty plea", sino que incluso los propios defensores presionan a "los imputados que no cuentan con recursos económicos...para evitar el esfuerzo que representa la preparación del caso cuando éste es sometido a la decisión del jurado" (conf. A. Bovino, op. cit., pág. 68), lo cual deriva en "una evidente discriminación en perjuicio de cuantos, por su situación económica, son obligados a renunciar, no sólo como entre nosotros, a una defensa adecuada, sino incluso a un justo proceso, como si se tratara de un lujo inaccesible" (conf. L. Ferrajoli, op. cit., pág. 569).
Como resultado de todo ello, el 91 % de las condenas dictadas por tribunales estatales se imponen a través del procedimiento del "plea bargaining", es decir, sin la realización de un juicio (conf. "Felony sentences in state courts: 1988", 1990, p.1; citado por J. H. Langbein, "Sobre el mito...", cit., pág. 47), cifra que en algunos estados alcanza al 99 % de las condenas (conf. Nils Christie, "La industria del control del delito", ed. del Puerto, Buenos Aires, 1993, pág. 142).
De este modo, el "plea bargainig" constituye la verdadera instancia ordinaria del sistema procesal de los Estados Unidos, en tanto que la realización de juicios por jurados ha quedado reservado a casos excepcionales.
Por ello, se afirma que en el ámbito de ese país el juicio por jurados, lejos de tener relevancia como mecanismo de resolución de casos penales, cumple, sin embargo, otras dos funciones; por un lado, "un importantísimo papel simbólico en el imaginario social: él es la etapa más visible, publicitada y expuesta del procedimiento penal", contrastando con la mucho más extendida práctica del "plea bargaining", cuya publicidad es casi nula. Por otro lado, "el juicio desempeña un papel regulador de la actividad negociadora de las partes, pues sus reglas y exigencias determinan el poder que cada parte tendrá en la negociación. Cuanto mayor sea el esfuerzo que el fiscal debe realizar para obtener una condena en juicio, menor será su fuerza negociadora para obtener un guilty plea del imputado (su oferta deberá ser más tentadora). Lo mismo sucede con las probabilidades de que el fiscal obtenga una condena con la prueba que podrá introducir válidamente en el juicio (a mayor probabilidad, mayor poder negociador)...Las reglas que organizan el juicio -especialmente aquellas referidas a la producción de las pruebas-, operan, antes que como instrumentos realizadores del debido proceso, como determinantes de la práctica concreta del plea bargaining y de la capacidad del fiscal para obtener condenas" (conf. A. Bovino, cit., págs. 70/1; destacado en el original).
La ausencia de publicidad del procedimiento utilizado en la inmensa mayoría de las causas criminales en Estados Unidos, "impide que la ciudadanía conozca las circunstancias del delito y su castigo", frustrando de este modo un "importante interés cívico" (conf. J. H. Langbein, "Sobre el mito...", cit., págs. 50/1).
Los rasgos inquisitivos que exhiben los "procedimientos abreviados" y la práctica coercitiva que los órganos públicos ejercen sobre los acusados, han llevado a Ferrajoli a advertir acerca de que la idea tan extendida de que los pactos entre fiscal e imputado "son un resultado lógico del
Asimismo, advierte este autor acerca de la "fuente inagotable de arbitrariedades" a que da lugar la facultad negociadora del fiscal: "arbitrariedades por omisión, ya que no cabe ningún control eficaz sobre los favoritismos que puedan sugerir la inercia o el carácter incompleto de la acusación; arbitrariedades por acción, al resultar inevitable, como enseña la experiencia, que el plea bargaining se convierta en la regla y el juicio en una excepción, prefiriendo muchos imputados inocentes declararse culpables antes que someterse a los costes y riesgos del juicio" (Ibidem, págs. 568/9).
Concluye Ferrajoli que "Todo el sistema de garantías queda así desquiciado: el nexo causal y proporcional entre delito y pena, ya que la medida de ésta no dependerá de la gravedad del primero sino de la habilidad negociadora de la defensa, del espíritu de aventura del imputado y de la discrecionalidad de la acusación; los principios de igualdad, certeza y legalidad penal, ya que no existe ningún criterio legal que condicione la severidad o la indulgencia del ministerio público y que discipline la partida que ha emprendido con el acusado; la inderogabilidad del juicio, que implica infungibilidad de la jurisdicción y de sus garantías, además de la obligatoriedad de la acción penal y de la indisponibilidad de las situaciones penales, burladas de hecho por el poder del ministerio público de ordenar la libertad del acusado que se declara culpable; la presunción de inocencia y la carga de la prueba a la acusación, negadas sustancial, ya que no formalmente, por la primacía que se atribuye a la confesión interesada y por el papel de corrupción del sospechoso que se encarga a la acusación cuando no a la defensa; el principio de contradicción, que exige el conflicto y la neta separación de funciones entre las partes procesales. Incluso la propia naturaleza del interrogatorio queda pervertida: ya no es medio de instauración del contradictorio a través de la exposición de la defensa y la contestación de la acusación, sino relación de fuerza entre investigador e investigado, en el que el primero no tiene que asumir obligaciones probatorias sino presionar sobre el segundo y recoger sus autoacusaciones" (Ibidem, pág. 749; el subrayado y la negrita se agregan).
A todas las críticas hasta aquí reseñadas, deben sumarse las observaciones que se han efectuado, desde una perspectiva constitucional, al sistema del "plea bargaining".
En este sentido, algunos autores afirman que el mecanismo del "plea bargaining" importa una violación de los derechos constitucionales de los imputados (conf. Alberto Bovino, "simplificación del procedimiento y 'juicio abreviado'", AA.VV., "Primeras Jornadas Provinciales de Derecho Procesal", ed. Alveroni, Córdoba, 1995) o bien que "El plea bargaining ha derrotado a la Constitución y al Bill of Rights" (conf. John H. Langbein, "Sobre el mito...", cit., pág. 52).
Ahora bien, en mi criterio, sostener que existe una contradicción normativa entre las disposiciones constitucionales de los Estados Unidos, relativas al juicio por jurados y aquellas que admiten la imposición de una condena mediante el procedimiento de "negociación", esto es, sin un juicio sobre la culpabilidad del acusado, es, al menos, discutible.
La cuestión constitucional de la renuncia, por parte de un acusado por un delito, al juicio previo como condición de la aplicación de una condena fue analizada por la Corte Suprema de los Estados Unidos en un precedente del año 1930.
En el caso "Patton vs. U.S." (281 U.S. 276), fue examinado el alcance que debía otorgarse a las disposiciones constitucionales que exigían la realización de un juicio por jurados en los supuestos de conductas criminales.
Las normas constitucionales sometidas a interpretación en el citado precedente por el máximo tribunal federal de los Estados Unidos, fueron el art. III, sección segunda, de la Constitución originaria de ese país, que en lo que aquí interesa dispone que: "el juicio de todos los delitos, excepto en los casos de juicio político, se hará por jurados; y tendrá lugar en el estado donde los delitos se hayan cometido;...", y la Enmienda sexta, que, sobre el punto, establece que: "En todas las persecuciones criminales, el acusado tendrá el derecho a un juicio rápido y público, por un jurado imparcial, del estado y distrito donde se haya cometido el delito...".
Ahora bien, la sola lectura del precedente arriba mencionado muestra el enorme esfuerzo interpretativo que debió realizar la Suprema Corte de los Estados Unidos para concluir que, pese a la clara letra de las disposiciones constitucionales en juego, el juicio por jurados era sólo un "valioso privilegio" y como tal, renunciable por el acusado.
Para arribar a esa conclusión ese tribunal no sólo debió negar toda relevancia a la diferencia que se registra en la letra y el énfasis de ambas disposiciones fundamentales, y afirmar que lo establecido en el art. III, sección segunda, de la Constitución originaria de aquel país debía interpretarse a la luz de lo dispuesto en la Enmienda Sexta, sino que además asimiló el concepto del término 'derecho' utilizado en dicha enmienda al del término 'privilegio', usado por Story en un tramo del texto de ese autor que el precedente transcribe.
En el fallo en estudio la cuestión central fue presentada en estos términos "Llegamos así a la pregunta crucial: el efecto de las previsiones constitucionales referidas al juicio por jurados )establecen un tribunal en la estructura del gobierno o se trata sólo de garantizar al acusado el derecho a un juicio de esas características?" (sin negrita en el original).
Para responder al interrogante planteado, en el precedente se lleva a cabo un repaso relativamente minucioso de opiniones jurisprudenciales y doctrinarias. Al desarrollar ese análisis el tribunal transcribió el siguiente párrafo de J. Story: "Cuando nuestros más inmediatos ancestros se trasladaron a América trajeron con ellos este gran privilegio como su patrimonio y legado, como una parte admirable del common law que se había desarrollado como una amplia barrera de contención contra los intentos del poder arbitrario. Actualmente se encuentra incorporado en todas nuestras constituciones estatales como un derecho fundamental y la Constitución de los Estados Unidos hubiera sido con razón el centro de las objeciones más fundadas si no lo hubiera confirmado en sus términos más solemnes." (Lo resaltado, en bastardilla en el original).
Luego de esta transcripción la Suprema Corte de los Estados Unidos afirmó "...es razonable concluir que los forjadores de la Constitución simplemente intentaron preservar el derecho a un juicio por jurados básicamente para la protección del acusado...", y agregó que "...La inferencia razonable es que la preocupación de los forjadores de la Constitución fue hacer claro que el derecho a juicio por jurados debía mantenerse inviolable... Que éste fue el propósito del tercer artículo es altamente probable en consideración a la forma de la expresión utilizada en la 6ta. Enmienda.
'En todas las persecuciones criminales, el acusado gozará del derecho a un juicio rápido y público, por un jurado imparcial'...", (el subrayado se agrega).
El tribunal dedujo así que: "Esta disposición que se ocupa claramente del juicio por jurados en términos de privilegio, a pesar de ser posterior a la norma relativa al jurado contenida en la Constitución original, no debe ser vista como modificatoria del precepto original, y no hay razones para pensar que estaba dentro de sus propósitos. Las primeras diez enmiendas y la Constitución original fueron sustancialmente contemporáneas y deben ser interpretadas en igual sentido. Así interpretadas, la última disposición rectamente debe ser vista como reflejando el sentido de la primera. En otras palabras, los dos preceptos quieren decir sustancialmente lo mismo..." (el subrayado se agrega).
Por último, se sostuvo en el precedente analizado que "Sobre esta visión de las disposiciones constitucionales concluimos que el artículo 3, parágrafo 2, no es jurisdiccional pero fue pensado para conferir un derecho al acusado que él puede dejar de lado a su elección...".
Un meditado examen de las expresiones contenidas en el precedente reseñado conduce, en primer lugar, a señalar que, como se adelantó más arriba, se diluye en él toda diferencia conceptual entre 'privilegio' y derecho fundamental, y en este sentido es preciso advertir que el propio Story, al comentar lo establecido respecto del juicio por jurados en el artículo III, sección segunda, de la Constitución de los Estados Unidos, utiliza el término 'privilegio' para referirlo a la consagración en la Carta Magna inglesa del juicio por jurados. Así dice el mencionado autor: "Este privilegio, es uno de los artículos fundamentales de la magna carta, en la que se encuentra consagrado en estos términos solemnes: 'nullus homo capiatur,...'" (conf. "Comentario sobre la Constitución Federal de los Estados Unidos", traducido, anotado y concordado con la Constitución Argentina por Nicolás Antonio Calvo; ed. Imprenta 'La Universidad', Buenos Aires, 1888, IV edición, tomo II, pág. 487). Sin embargo, algunas líneas más abajo de esa afirmación -tal como se transcribe en "Patton vs. U.S."- Story agrega "Actualmente está incorporado en todas nuestras constituciones estatales como un derecho fundamental" (el subrayado se agrega).
Parece claro entonces que la equiparación conceptual llevada a cabo por la Suprema Corte de los Estado Unidos en "Patton vs. U.S.", no se desprende, al menos de modo necesario, de las palabras utilizadas por Story en sus comentarios.
Por otra parte, a pesar de la denodada tarea interpretativa realizada por la Suprema Corte de los Estados Unidos para armonizar la letra de las dos disposiciones constitucionales en juego, es evidente que sólo en virtud de los términos contenidos en la Sexta Enmienda resulta admisible que se haya considerado al "juicio por jurados, como un privilegio de las personas acusadas, privilegio que dichas personas pueden por lo tanto rehusar si así lo prefieren" (conf. Edward S. Corwin, "La Constitución de los Estados Unidos y su significado actual", trad. de Aníbal Leal; ed. Fraterna, 1ra. ed. en español, 1987, pág. 315 y nota n 141, donde se cita "Patton" y otros precedentes posteriores).
En ese sentido, una importante opinión doctrinaria ha señalado con total claridad el diferente significado que poseen los términos utilizados en cada una de las dos disposiciones constitucionales tantas veces citadas.
Así advierte C. Herman Pritchett, "Se observará que en el artículo III, sección 2, el texto es imperativo ('El juzgamiento de todos los delitos...será por jurados'), mientras que la enmienda se limita a decir que el acusado 'tendrá el derecho' a un juicio por jurados. En consecuencia el juicio por jurados no constituye una exigencia institucional, sino tan sólo un 'valioso privilegio' que una persona acusada por un delito puede renunciar a su elección." (conf. "La Constitución Americana", Bs. As., ed. Tea, 1965, pág. 694, donde el autor cita "Patton"; la negrita, con cursiva en el original).
En síntesis, cabe concluir que es sustancialmente con base en la letra de la Sexta Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos que la Corte Suprema de ese país ha podido interpretar, más allá de lo acertado o no de tal interpretación, que el juicio previo a una sentencia de condena es sólo un derecho o 'valioso privilegio' renunciable por un acusado, y no, como se desprende de la sola lectura del art. III, sección segunda, de esa constitución, una exigencia de carácter institucional.
IV
No existe, sin embargo, margen normativo alguno que permita alcanzar una conclusión similar a la arriba reseñada, si se analiza la compatibilidad entre lo dispuesto por las normas de la Constitución Argentina, que establecen la exigencia
de realización de un 'juicio previo' a la imposición de una condena penal, y lo dispuesto por la ley 24.825.
Por el contrario, varias son las razones que conducen a sostener que lo regulado en la ley citada quebranta de modo palmario lo establecido en los arts. 18 y 118 de la Constitución Nacional.
En efecto, la exigencia de un 'juicio previo', oral, público, contradictorio y continuo, como requisito para la imposición de una pena a un habitante de la Nación, no sólo es una garantía fundamental, contenida en el art. 18 de la Constitución Nacional, sino que, además, es un imperativo de orden institucional en razón de lo establecido en el art. 118 de la Ley Fundamental.
Este carácter imperativo en su art. 18, un mecanismo ineludible para que a un habitante de la Nación pueda serle aplicada una pena: la declaración de culpabilidad mediante una sentencia obtenida luego de la realización del único tipo de "juicio" que la propia Constitución Nacional ordena, esto es, un juicio oral, público, contradictorio y continuo.
La anterior, es una conclusión necesaria toda vez que nuestra Ley Fundamental consagra, por un lado, la forma republicana de gobierno (artículos 1 y 33) y, por otro, y en especial, el "juicio por jurados" en virtud de lo establecido en sus artículos 24, 75 inc. 12 y 118.
En efecto, la Constitución Nacional condiciona la aplicación de una pena, la realización del derecho penal material a la realización de un "juicio previo". A su vez, las cláusulas constitucionales que aluden al juicio -al menos en materia penal- lo hacen refiriéndose al "juicio por jurados". Ello ha llevado a Julio Maier a concluir lo siguiente: "Frente al mandato de establecer el juicio por jurados no puede caber la menor duda acerca de que nuestra Constitución tornó imperativo para nuestro país un procedimiento penal cuyo eje principal era la culminación en un juicio oral, público, contradictorio y continuo, como base de la sentencia penal. En efecto, no otra cosa que un mandato significa ordenar al Congreso de la Nación que promueva "la reforma de la actual legislación en todos sus ramos, y el establecimiento del juicio por jurados" (CN, 24 y 75, inc. 12) y prever, por fin, que "todos los juicios criminales ordinarios que no se deriven del derecho de acusación concedido a la Cámara de Diputados, se terminarán por jurados, luego que se establezca en el país esta institución..." (CN, 118); y el establecimiento del juicio por jurados genera espontáneamente el debate oral, público, contradictorio y continuo, pues no se conoce, histórica y culturalmente, un juicio por jurados sin audiencia oral y continua, sin la presencia ininterrumpida del acusador, del acusado y del tribunal" ("Derecho procesal penal, t. I, Fundamentos", ed. del Puerto, Buenos Aires, pág. 655).
Se puede arribar a idénticas conclusiones, respecto de las características del juicio exigido por la Constitución Nacional, incluso desde otros puntos de partida. Así, por ejemplo, si se toma como base la forma republicana de gobierno (cfr. Maier, op. cit., pags. 647 y ss; Jürgen Baumann, "Derecho Procesal Penal", trad. de la 3a. edición alemana de Conrado Finzi, ed. Depalma, Buenos Aires, 1986, págs. 107 y ss.); o si se lleva a cabo una interpretación histórica del texto constitucional argentino (cfr. Alberto M. Binder, "Introducción al Derecho Procesal Penal", ed. Ad Hoc, Buenos Aires, 1993, págs. 111 y ss.). A su vez, no es otra la conclusión a la que se llega si el objeto de la interpretación consiste en asegurar la efectividad del derecho de defensa (cfr. Alfredo Vélez Mariconde, "Derecho Procesal Penal", 3a. edición, ed. Lerner, Córdoba, 1981, t. I, págs. 418 y ss. y t. II, págs. 203 y ss., en especial, 213-214; Karl Heinz Gössel, "La defensa en el estado de derecho y las limitaciones relativas al defensor en el procedimiento contra terroristas", en Doctrina Penal, año 3, ed. Depalma, Buenos Aires, 1980, págs. 219 y ss.).
En consecuencia, más allá de la diversidad de criterios respecto de la regla constitucional precisa de la que surge la única forma legítima del juicio penal -esto es, del "juicio previo" en los términos del art. 18 de la Constitución Nacional-, lo cierto es que éste debe observar ciertos requisitos (oralidad, publicidad, continuidad y contradicción) sin los cuales no es posible dictar una sentencia condenatoria válida.
En otras palabras, dado que la Constitución Nacional condiciona la aplicación de una pena a la sustanciación de un "juicio previo", y que dicho juicio debe observar, según la misma ley suprema, ciertos requisitos, incumplidos estos requisitos -o alguno de ellos- no hay posibilidades de aplicación válida de una sanción penal. Tales requisitos constituyen, en suma, garantías constitucionales de los ciudadanos frente a toda pretensión punitiva del estado.
Las mencionadas condiciones que debe cumplir el juicio penal, según el programa procesal penal constitucional -o, con las palabras utilizadas por Jorge Clariá Olmedo, las "bases constitucionales" del proceso penal (cfr. "Tratado de Derecho Procesal Penal", ed. Ediar, Buenos Aires, 1960, t.I, págs. 211 y ss.)-, tienen, a su vez, una indudable repercusión en el contenido que cabe asignarle al derecho constitucional de defensa, al menos, en la etapa de juicio.
Por otra parte, es prácticamente unánime el reconocimiento de que las características que distinguen al modelo procesal consagrado por la Constitución Nacional persiguen el cumplimiento de fines políticos insoslayables en un Estado de Derecho.
Es por ello que se ha destacado "...el doble efecto de estas cláusulas que rigen la forma de proceder de la administración de justicia: garantía del justiciable y procedimiento legítimo de los órganos públicos que aplican su poder de coacción en un Estado de Derecho, según mecanismos de control ciudadano" (conf. Julio B. J. Maier, op. cit., pág. 658; sin negrita en el original).
En este sentido, con relación a uno de los caracteres insoslayables del juicio, la publicidad del debate, se ha dicho que "...es otra característica que asegura el régimen más apto para descubrir la verdad, aunque siendo ella de la propia esencia del sistema republicano, resulta igualmente impuesta, como principio general, por una norma de la Constitución: si aquél exige, en verdad, que todos los funcionarios públicos (los representantes) sean responsables de sus actos ante el pueblo soberano (el representado), la responsabilidad de los jueces sólo puede hacerse efectiva cuando sus actos son públicos, es decir, cuando los ciudadanos pueden asistir al debate y a la lectura de la sentencia" (Vélez Mariconde, op. cit., t. II, pág. 165).
Agrega el mencionado autor, citando a Lucchini, que "La singular importancia de esta regla procesal resulta evidente porque 'la verdad y la justicia no pueden separarse y tener secretos; la justicia requiere la luz, para que en la conciencia del Juez se refleje la conciencia de la sociedad y viceversa; de lo contrario, cuando el procedimiento se desenvuelve en el misterio, en él penetra y domina la sospecha y el arbitrio'" (idem).
Ya Cesare Beccaria en su "De los delitos y de las penas" decía: "Sean públicos los juicios y públicas las pruebas del delito, para que la opinión, que acaso es el solo cimiento de la sociedad, imponga un freno a la fuerza y a las pasiones, para que el pueblo diga: nosotros no somos esclavos, sino defendidos" (ed. Altaya, Barcelona, 1994, pág. 50).
También la función de garantía que la publicidad cumple para el imputado aparecía en el pensamiento de los autores iluministas: "'Entre nosotros todo se hace en secreto. Un solo juez, con su secretario, oye a los testigos uno después del otro..., y, encerrado con ellos, puede hacerles decir todo lo que quiere', lamentaba Voltaire contraponiendo este proceso al 'noble y leal' de los romanos, donde 'los testigos eran oídos públicamente en presencia del acusado, que podía responderles, interrogarles por sí mismo, o ponerlos en confrontación con un abogado; y preguntaba: ')De verdad el secreto conviene a la justicia? )No debiera ser sólo propio del delito esconderse?" (conf. Luigi Ferrajoli, op. cit., págs. 616/7).
Por su parte, Bentham en el "Tratado de las pruebas judiciales" afirmaba que la publicidad asegura la "veracidad" de los testimonios: "...la mentira puede ser audaz en un interrogatorio secreto, mas es difícil que lo sea en público e inclusive es extremadamente improbable por parte de cualquier hombre que no sea un depravado completo. Todas las miradas dirigidas sobre un testigo lo desconciertan si tiene un plan de impostura: percibe que la mentira puede encontrar un contradictor en cada uno de los que lo escuchan. Tanto una fisonomía que le es conocida como otras mil que no conoce, lo inquietan por igual y se imagina, a pesar suyo, que la verdad que trata de ocultar surgirá del seno de esa audiencia y lo expondrá a los peligros del falso testimonio. Se da cuenta de que hay, al menos, una pena a la que no podrá escapar: la vergüenza en presencia de una multitud de espectadores" (citado por Ferrajoli, L., op. cit., pág. 617 y nota 335).
En idéntico sentido, Vélez Mariconde afirma que "...se observa fácilmente la influencia de la publicidad sobre testigos y peritos, pues si el secreto y la falta de toda solemnidad en sus declaraciones, propios del procedimiento escrito, es un marco apropiado para la mentira, aquélla constituye, en cambio, una forma que los induce a la veracidad, ya sea por encontrar el testimonio de su falsía en el mismo público que asiste a la audiencia, ya sea porque sienten verdaderamente el peso de su responsabilidad." (op. cit., t. II, pág. 196).
Tales razones hacen comprensible que el art. 8 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos (incorporada a la Constitución Nacional, conforme lo dispuesto en su art. 75 inc. 22), luego de enunciar una serie de derechos, determine en su inciso 5 , con contundente carácter imperativo que "El proceso penal debe ser público".
Por lo expuesto, es indudable que, como regla, no resulta posible admitir que una prueba producida fuera de una audiencia pública pueda servir de base para la sentencia, pues aceptar tal extremo importa lesionar el requisito de publicidad , al menos, en cuanto a su función de posibilitar el ejercicio del control ciudadano de los actos de gobierno.
A su vez, respecto de la exigencia de la oralidad del juicio, se ha dicho que "...está estrechamente vinculada a la publicidad, de la que representa la principal garantía" (conf. Ferrajoli, op. cit., pág. 619).
Asimismo, la oralidad hace posible la vigencia de una de las condiciones epistemológicas de la construcción de la verdad procesal. En palabras de Vélez Mariconde: "Para que el principio de inmediación se pueda hacer efectivo con respecto al Juez que debe dictar la sentencia, es preciso ante todo que el juicio definitivo se realice oralmente. Este procedimiento o método de investigación es la primera consecuencia de aquel principio racional, porque 'la palabra hablada es la manifestación natural y originaria del pensamiento humano', así como la forma escrita constituye una 'especie de expresión inoriginal' o mediata del mismo. Cuando se admite la segunda, realmente, el acta se interpone, por así decirlo, entre el medio de prueba y el Juez de sentencia que debe evaluarlo".
Agrega luego: "Porque asegura el contacto directo entre los elementos de prueba y el Juez de sentencia, la oralidad es la forma natural de esclarecer la verdad, de reproducir lógicamente el hecho delictuoso, de apreciar la condición de las personas que suministran tales elementos, de proscribir cortapisas y limitaciones subjetivas que derivan del procedimiento escrito, de hacer imposible o muy difícil toda argucia dirigida a entorpecer el descubrimiento de la verdad" (conf. op. cit., t. II, pág. 188; sin negrita en el original).
Respecto de la función de garantía que presentan los caracteres distintivos del modelo procesal constitucional, sin duda, la regla que más relevancia posee en relación con la cuestión planteada es la que exige el contradictorio como modo de arribar a la verdad procesal, y ello fundamentalmente en tanto es la que permite, en mayor medida, determinar el contenido mínimo que en la etapa de juicio debe asignarse al derecho constitucional de defensa (art. 18 de la Constitución Nacional).
En efecto, en virtud del principio de contradicción el proceso penal debe ser entendido como un "proceso de partes". Ello, a pesar de que una de las partes sea el estado -como consecuencia del principio de oficialidad de la persecución penal-. Una vez más, con palabras del Prof. Julio Maier: "El juicio o procedimiento principal es, idealmente, el momento o período procesal en el cual el acusador y el acusado se enfrentan, a la manera del proceso de partes, en presencia de un equilibrio procesal manifiesto. Tanto es así que las facultades que son otorgadas a uno y otro son paralelas o, si se quiere, las otorgadas a uno resultan ser reflejo de las concedidas al otro: la acusación provoca la contestación del acusado; ambos pueden probar los extremos que invocan y controlar la prueba del contrario; ambos valoran las pruebas recibidas para indicar al tribunal el sentido en el que debe ejercer su poder de decisión. En su conformación ideal este procedimiento construye la verdad procesal por enfrentamiento de los diversos intereses y puntos de vista acerca del suceso histórico que constituye su objeto, mediante un debate en el cual se produce ese enfrentamiento, cuya síntesis está representada por la decisión (sentencia) de un tribunal tan imparcial como sea posible" (conf. op. cit., pág. 579. En idéntico sentido, v. Vélez Mariconde, op. cit., págs. 213 y ss.).
Estas facultades que necesariamente deben estar garantizadas por las leyes procesales reglamentarias de la Constitución Nacional, forman parte de lo que puede denominarse el "contenido mínimo" -por mandato constitucional, ineludible- con que debe concebirse a la garantía constitucional de defensa en juicio.
La relación apuntada entre contradictorio y derecho de defensa aparece explícita en el enfoque epistemológico de las garantías penales -procesales y materiales- propuesto por Luigi Ferrajoli. Afirma el autor italiano en este sentido que el derecho de defensa -expresado por él en el axioma nulla probatio sine defensione- "...es la transposición jurídica de la que...he identificado como la principal condición epistemológica de la prueba: la refutabilidad de la hipótesis acusatoria experimentada por el poder de refutarla de la contraparte interesada, de modo que no es atendible ninguna prueba sin que se hayan activado infructuosamente todas las posibles refutaciones y contrapruebas. La defensa, que tendencialmente no tiene espacio en el proceso inquisitivo, es el más importante instrumento de impulso y de control del método de prueba acusatorio, consistente precisamente en el contradictorio entre hipótesis de acusación y de defensa y las pruebas y contrapruebas correspondientes. La epistemología falsacionista que está en la base de este método no permite juicios potestativos sino que requiere, como tutela de la presunción de inocencia, un procedimiento de investigación basado en el conflicto, aunque sea regulado y ritualizado, entre partes contrapuestas" (conf. op. cit., pág. 613).
Como ya ha sido dicho, ello es así, por imperativo de orden constitucional, en la etapa de juicio, pues durante la etapa de la instrucción, dado que no existe en la Constitución Nacional un mandato al legislador acerca de cuál es el modelo procesal que corresponde adoptar, puede verificarse un marco procesal que consagre facultades defensivas más restringidas que las que -por mandato constitucional- deben asignarse en la etapa de juicio.
Dice Julio J. B. Maier: "Dado que la instrucción (procedimiento preparatorio y preliminar) es el período procesal cuya tarea principal consiste en averiguar los rastros -elementos de prueba- que existen acerca de un hecho punible que se afirmó como sucedido, con el fin de lograr la decisión acerca si se promueve juicio penal -acusación- o si se clausura la persecución penal -sobreseimiento-, resulta que, en él, los órganos de persecución penal del Estado prevalecen sobre el imputado, sin perjuicio del resguardo de las garantías individuales que amparan a este último, las cuales suponen un mínimo de derechos correspondientes a él -y a su defensor-, sin los cuales no se podría afirmar con seriedad el funcionamiento de un Estado de Derecho" (op. cit., pág. 578).
Esta diferente naturaleza de las etapas procesales mencionadas explica por qué resulta admisible que el contenido del derecho de defensa no permanezca idéntico a medida que avanza el proceso penal.
Ahora bien, tal como se ha señalado más arriba, uno de los requisitos que el principio de contradicción impone es el de que las partes cuenten con la facultad de controlar la producción de las pruebas que presente la contraparte para sostener la hipótesis que postula.
Nuevamente, dicha facultad, para el imputado, integra el "contenido mínimo" de la garantía de defensa en juicio, de rango constitucional (art. 18).
Precisamente, la potestad de controlar la prueba que valorará el tribunal en la sentencia constituye "la principal razón de ser del debate oral y público, regulado por las leyes procesales penales modernas que reformaron el sistema inquisitivo, instituyéndolo como culminación del procedimiento y para que proporcione la base de la sentencia. Este debate se cumple con la presencia ininterrumpida de todos los sujetos procesales (inmediación), inclusive el imputado y su defensor, y en él son incorporados los únicos elementos de prueba idóneos para fundar la sentencia, forma de proceder que asegura el control probatorio por parte de todas las personas interesadas en la decisión; a él concurren el acusador y el acusado -también su defensor- con las mismas facultades, factor principal de la equiparación de posibilidades respecto del fallo" (conf. Maier, Julio B. J., op. cit. pág. 585).
"De ello resulta, también -agrega el autor citado-, que la investigación anterior (instrucción o procedimiento preliminar) y los medios de prueba que allí se realizan tienen sólo valor preparatorio, esto es, sirven para decidir acerca de si se enjuicia al imputado (acusación), mas no para fundar la sentencia (conf. op. cit., págs. 585/6; sin subrayado en el original).
En conclusión, a la luz de todo lo expresado hasta aquí queda claro que, de las diversas cláusulas de la Constitución Nacional que se refieren al 'juicio' como requisito ineludible para la imposición de una pena, surge inequívocamente que el 'juicio previo' -oral, público, contradictorio y continuo-, comporta tanto una garantía de los ciudadanos frente al poder estatal como una exigencia de carácter institucional.
A su vez, dichas normas constitucionales, a diferencia de la Enmienda VI de la Constitución de los Estados Unidos, no dejan ningún resquicio para postular una interpretación similar a la sostenida por la Suprema Corte del mencionado país.
La conclusión de que el 'juicio previo' -oral, público, contradictorio y continuo- es en nuestra Constitución además de una garantía para los habitantes del país, una exigencia de orden institucional, se refirma a la luz de lo dispuesto en el art. 118 de la Constitución Argentina, que establece que "Todos los juicios criminales ordinarios, que no se deriven del derecho de acusación concedido a la Cámara de Diputados, se terminarán por jurados... La actuación de estos juicios se hará en la provincia donde se hubiere cometido el delito...".
Como puede advertirse, la última norma constitucional citada posee un mandato idéntico al contenido en el art. III, sección segunda, de la Constitución de los Estados Unidos y ha sido redactada casi en los mismos términos que los de esta norma.
A mi modo de ver, esas circunstancias unidas a la ausencia en nuestra Constitución Nacional de una norma como la contenida en la Enmienda VI de la Constitución de los Estados Unidos, y a la ubicación sistemática que en nuestra Constitución posee el art. 118, que otorga a su contenido un claro carácter jurisdiccional, hacen ineludible concluir que esta norma, más que ninguna otra, ha impuesto una exigencia de orden institucional -y como tal irrenunciable por voluntad individual-: la de un 'juicio previo' -oral, público, contradictorio y continuo- a la aplicación de una pena."
Ha expresado en tal sentido Joaquín V. González, al comentar el art. 102 de la Constitución Nacional (actual art. 118), que la forma de juicio que la Constitución Nacional consagra para las causas criminales, constituye una institución cuya "creación se hace en forma orgánica en el capítulo que contiene todos los poderes judiciales..." (conf. "Manual de la Constitución Argentina, 1853/1860", ed. Ángel Estrada, Buenos Aires, 28a. ed., 1983, pág. 623, n 634 y sig.). Afirma también el autor citado que la Constitución de 1853/60 "dio formas más definidas e imperativas" a los textos normativos que se refieren al tipo de juicio que ella establece, que las Constituciones de 1819 -art. 114- y 1826 -art. 164-, que al respecto sólo expresaban "es 'del interés y del derecho' de todos los miembros de la comunidad política" (conf. op. cit., pág. 626, n 637).
En síntesis, el carácter imperativo, institucional e irrenunciable de lo dispuesto en el art. 118 de la Constitución Nacional, surge con toda nitidez, con sólo verificar la decisión de los constituyentes de incluir esa cláusula en la parte orgánica, Sección Tercera, Capítulo Segundo, de la Constitución Nacional, es decir, allí donde se instituye al Poder Judicial como uno de los tres poderes del estado federal y se regulan sus atribuciones.
De todo lo expuesto se deduce que el sentido y alcance de las disposiciones constitucionales que se han analizado, en especial de los arts. 18 y 118 de la Constitución Nacional, evidencian la absoluta contradicción que existe entre esas normas y lo dispuesto por el legislador en la ley 24.825, que suprime, de modo liso y llano, la realización del 'juicio previo' -oral, público, contradictorio y continuo- que aquellas normas fundamentales imponen como condición necesaria para la aplicación de una pena a un habitante de la Nación y, por lo tanto, resulta ineludible concluir que esa ley carece de validez normativa.
Ante esa conclusión es preciso examinar ahora la cuestión atinente a la facultad jurisdiccional de declarar la inconstitucionalidad de una ley cuando, como en el caso, esa declaración no ha sido solicitada.
Al respecto, debo señalar que si bien en alguna decisión anterior apliqué la doctrina sentada por la Corte Suprema de Justicia de la Nación a partir del caso "Ganadera Los Lagos S.A. c/ Gobierno Nacional" (conf. Fallos: 190:141), conforme a la cual los jueces sólo están habilitados para examinar la legitimidad constitucional de las normas emanadas de los restantes poderes sólo cuando media pedido de parte (v., entre otros, los precedentes registrados en Fallos: 199:466, 204:671, 234:335, 250:716, 254:201, 261:278, 269:225, 289:177, 303:715, 305:2146), un análisis detenido de la cuestión y, fundamentalmente, los argumentos expresados por la gran mayoría de las más destacadas opiniones doctrinarias que se han pronunciado sobre el punto, me conducen a considerar que es una atribución propia de la función de los jueces la de controlar la conformidad de las normas que han de ser aplicadas con las disposiciones contenidas en la Constitución Nacional.
En este sentido, se ha expresado que "...el control de constitucionalidad hace parte de la función de aplicación del derecho, y que, por eso, debe efectuarse por el juez aunque no se lo pida la parte, porque configura un aspecto del 'iura novit curia'. El juez tiene que aplicar bien el derecho, y para eso, en la subsunción del caso concreto dentro de la norma, debe seleccionar la que tiene prioridad constitucional. Aplicar una norma inconstitucional es aplicar mal el derecho, y esa mala aplicación -derivada de no preferir la norma que por su rango prevalente ha de regir el caso- no se purga por el hecho de que nadie haya cuestionado la inconstitucionalidad. Es obligación del juez suplir el derecho invocado, y en esa suplencia puede y debe fiscalizar de oficio la constitucionalidad dentro de lo más estricto de su función. El control aludido importa una cuestión de derecho, y en ella el juez no está vinculado por el derecho que las partes invocan" (conf. Germán J. Bidart Campos, "Manual de Derecho Constitucional Argentino", ed. Ediar, Buenos Aires, 2da. ed. actualizada, 1979, págs. 778/9; la negrita, con cursiva en el original).
Tanto la doctrina como el sector de la jurisprudencia que se enrola en tal postura se han encargado de formular una distinción entre declaración abstracta y declaración de oficio de inconstitucionalidad de una norma, aclarando que sólo se encuentra vedada la primera, esto es, la que se realiza "fuera de una causa concreta en la cual deba o pueda efectuarse la aplicación de las normas supuestamente en pugna con la Constitución" (la cita corresponde al voto en disidencia de los Dres. Fayt y Belluscio en el precedente registrado en Fallos: 306:303).
Asimismo, los autores nacionales que se pronuncian a favor de la declaración de inconstitucionalidad de oficio han señalado la inconsistencia de los supuestos obstáculos indicados por la Corte Suprema de Justicia de la Nación para el reconocimiento de dicha facultad a los jueces.
En primer lugar, se ha destacado que la declaración de oficio no altera el equilibrio entre los tres poderes establecidos por la Constitución Nacional (como sostiene la Corte en el ya citado caso "Los Lagos"), toda vez que no implica arrogarse atribuciones legislativas sino, por el contrario, ejercer la facultad de control propia de la división de poderes, que supone la idea de que el control no puede estar a cargo del poder controlado.
Asimismo, se ha expresado que el temor a una ruptura del equilibrio constitucional entre los tres poderes "por la absorción del Poder Judicial en desmedro de los otros dos", que inspira a la tesis negatoria del control de oficio, no halla, por un lado, sustento histórico, y por otro, no toma en cuenta que si el "Poder Judicial torpedease sistemática, arbitraria, caprichosa e irrazonablemente las leyes que dictase el Congreso, produciendo así la inmovilización gubernativa, el Parlamento tiene mecanismos constitucionales para controlar, a su vez, las posibles exageraciones institucionales del Poder Judicial (incluyendo el muy extremo caso del juicio político)" (conf. Néstor Pedro Sagüés, "Recurso Extraordinario", ed. Astrea, Buenos Aires, 3ra. ed. actualizada, 1992, t. 1, págs. 141/2).
Por otra parte, resulta sumamente difícil advertir de qué modo el pretendido agravio al equilibrio entre los poderes podría eliminarse mediante la exigencia de que alguna de las partes que intervienen en un caso haya solicitado la declaración de inconstitucionalidad de la norma de que se trate.
En segundo lugar, respecto del desconocimiento de la presunción de validez de las leyes que, a juicio de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, importaría la declaración de inconstitucionalidad de oficio, se ha observado que dicha presunción es siempre provisional y, precisamente, sólo puede mantenerse hasta que un órgano facultado para controlar su legitimidad afirme su invalidez.
Agrega Sagüés que "no se advierte cómo se acepta (sin discusión) que no se atenta contra la presunción de legitimidad cuando es una parte quien ataca la constitucionalidad de una ley, y que sí se atenta contra tal presunción cuando es un tribunal el que decide motu proprio reputar -luego del razonamiento del caso, por supuesto- que la misma ley es inconstitucional (conf. op. cit., págs. 142/3; la negrita, con cursiva en el original).
A modo de conclusión podemos decir que resulta ineludible interrogarse acerca de si la reforma legislativa implicó un verdadero cambio, si el juicio oral, público, contradictorio y continuo fue asumido en verdad como la etapa principal y definitoria del proceso penal o si, como parece indicarlo la escasa oposición al nuevo procedimiento abreviado fue entendidio como una mera reiteración de los actos llevados a cabo durante la instrucción. Finalmente podría alegarse que una necedidad de eficiencia es lo que ha determinado al legislador a consagrar un procedimiento que arrasa con los valores básicosque carácterizan y definen un sistema democrático y republicano de derecho.
Así vemos que LO UNICO CURISO DE ESTE CASO, ES NO CONOCERLO CON PROFUNDIDAD, BASTA CON MIRAR NUESTRA HISTORIA NO TAN LEJANA PARA ENCONTRAR LO QUE OCURRE A UN PUEBLO QUE NO MANTIENE CON FIRMEZA LA VIGENCIA DE LOS VALORES ESCENCIALES DE UN ESTADO DEMOCRÁTICO DE DERECHO.
Alejandro Dyksztein
2 comentarios:
me mataste Alejandro, lo tengo que imprimir para leerlo tranquilo. Perotodo lo que leí hasta ahora es de primera. AB
Muy bueno Alejandro, me gustó mucho el tratamiento de la inconstitucionalidad de oficio. Pero el texto es muy largo para un bllog. De todas maneras, excelente trabajo.
AB
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